viernes, 27 de marzo de 2015

Domingo V de Cuaresma.

Es la quinta semana de Cuaresma; vamos terminando el proceso que la liturgia nos ofreció y se acerca la Semana Mayor con los acontecimientos centrales de nuestra redención. La liturgia nos dice que se acerca “la Hora” y ésta tiene un sentido distinto para Jesús y para nosotros.

La Hora, para Jesús, es el momento más difícil de su ministerio, pues culmina toda una tarea recibida del Padre para anunciar y establecer el reino entre los hombres. Los textos de hoy nos presentan varias facetas de esta hora. Es el momento de la obediencia final, “con gritos y lágrimas al que lo podía salvar de la muerte” (Heb. 5,7). Es el momento del miedo ante la gravedad de la situación, que llega hasta a proponer la posibilidad de un escape al compromiso: “Padre, líbrame de esta hora”. Pero es también el momento de caer en tierra y ser sembrado como el trigo, para morir y producir un fruto de Vida y plenitud; por eso mismo, es la hora de la gloria tributada al Padre, a la cual responde el mismo Dios, elevando al Hijo sobre la tierra y glorificándolo para que atraiga a todos hacia él y sea el Centro de la nueva creación.

De esta manera, insiste la carta a los Hebreos, “el Hijo aprendió a obedecer, padeciendo, y se convirtió en causa de salvación eterna para los que le obedecen”.

En ese sentido, llegamos a un momento culminante, no privado de dolor y angustia, pero confirmado por Dios con su voz y la fuerza de su poder, con el que va a resucitar a Jesús de entre los muertos.

Pero es también una hora especial para nosotros. La hora de renovar y hacer una Alianza que purifique todos nuestros errores e infidelidades y nos dé una oportunidad nueva de restauración y de cambio. Lo proclamó con fuerza el profeta Jeremías y lo retoma la liturgia: “Llega la hora, dice el Señor, en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una Alianza nueva… Ellos la rompieron … Pero esta será la Alianza nueva que voy a hacer con la casa de Israel: pondré mi Ley en lo más profundo de su mente y la grabaré en sus corazones”.

Esta Alianza definitiva está sellada con la sangre de Jesús, que en la Cena pascual del jueves santo propuso
como “sangre de la Alianza nueva y eterna, derramada por todos para el perdón de los pecados”, y que fue confirmada en la cruz, cuando nos compró con su sangre e hizo de nosotros un pueblo nuevo para Dios, su Padre (cfr. Apoc. 5,9-10).

Comprados “a precio de sangre”, somos ahora plenamente suyos y le pertenecemos para siempre. Somos, entonces, sus servidores y le seguimos siempre como discípulos: estamos con él, actuamos como él, vivimos como él. Tal es la condición nueva que produce en nosotros la Alianza. Por eso, estamos llamados a vivir el mismo proceso de muerte y vida, de dolor y de victoria. Nuestra vida toda ha de ser sembrada en la tierra y morir al egoísmo, para llegar a ser fecunda y ofrecer a tantos hombres y mujeres, que “quieren ver a Jesús” a través de nosotros, un camino y una luz que los lleve hasta el Señor.

Que esta semana nos prepare seriamente a “entrar con Jesús a Jerusalén” y celebrar la Pascua nueva en la renovación de nuestra alianza bautismal.

“Señor Jesús, Dios verdadero y dador de vida eterna, que muriendo y resucitando, quisiste asociarnos a tu muerte y a tu vida, concédenos manifestar en nosotros tu pasión y resurrección, muriendo al pecado y a nosotros mismos, y viviendo en ti y para ti por siempre. Amén”.



P. Carlos Guillermo Álvarez, CJM



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