CONTEMPLACIÓN DEL MISTERIO DE LA TRINIDAD
Consideremos lo que las tres divinas personas son y realizan en recíproca actividad.
El Padre comunica incesantemente a su Hijo su ser, su vida, todas sus perfecciones, su gloria, su felicidad, sus bienes y tesoros.
El Hijo atribuye sin cesar a su Padre todo cuanto de Él ha recibido y se encuentra en perpetuo estado de relación, de gloria y de alabanza con Él. El Padre y el Hijo comunican al Espíritu Santo lo que ellos son y poseen, su poder y sabiduría.
El Espíritu Santo se halla en atribución constante al Padre y al Hijo, como su principio, de todo lo que de ellos recibe.
Por estas comunicaciones y procesiones divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tienen sino una misma esencia, viven la misma vida, gozan de un mismo poder, sabiduría, bondad y santidad, y se hallan en unidad y sociedad perfectas.
Las tres divinas personas viven en mutua y continua contemplación, en perpetuo y recíproco ejercicio de alabanza, de amor y de glorificación.
«Por todo ello, Trinidad santísima, te adoro, bendigo y glorifico. Me uno al amor y a las alabanzas que sus divinas personas se dan mutuamente. Te ofrezco la gloria que tienes en ti misma y por ellas te digo con la santa Iglesia:
Te damos gracias por tu inmensa gloria. Te agradezco, Padre eterno, la divina generación de tu Hijo. Te doy gracias, Padre e Hijo, por la producción, en unidad de origen, de tu
Espíritu Santo. Te doy gracias, Padre, Hijo y Espíritu Santo, por la reciprocidad de tu
amor, de tu gloria y de tus alabanzas.
Dios y Padre: cuánto me regocijo porque tu Hijo y el Espíritu Santo te aman y alaban eternamente como conviene a tu grandeza.
Hijo único de Dios: mi alma se alegra por el amor y la gloria infinita que recibes de tu Padre y de tu Espíritu Santo.
Mi corazón se goza, Espíritu Santo, por la amor y las alabanzas que te dan sin cesar el Padre y el Hijo.
¡Divina comunidad, unidad, sociedad, amor y vida de las tres Personas eternas! ¡Qué alegría siento al verte colmada de gloria y felicidad y al saber que eres un solo Dios que vives y reinas por los siglos de los siglos!»
Todas las perfecciones y maravillas de la esencia divina y de las tres divinas personas son otros tantos motivos para honrar a un Dios tan grande y admirable.
¡Cuánto honor reclama de nosotros su majestad infinita! ¡Cuánto amor merece su incomprensible bondad y caridad! ¡Qué santo temor reclama su justicia! ¡Qué obediencia exige su soberanía! ¡Cuánta pureza de corazón pide de nosotros la divina santidad!
Tenemos una obligación infinitamente mayor hacia el Padre por la vida y el ser que comunica a su Hijo con su generación eterna, y hacia el Padre y el Hijo por lo que comunican al Espíritu Santo, que por la creación de millares de mundos.
De igual manera debemos mayor servicio y obediencia al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo por sus efusiones recíprocas y eternas de amor, alabanza y gloria, que por todas las gracias
que hemos recibido o podemos recibir de su divina liberalidad.
Porque los intereses de Dios deben sernos infinitamente más gratos y apetecibles que los que se refieren a nosotros mismos.
Entreguémonos, pues, a Dios para servirlo y honrarlo en todas las formas que él pide de nosotros. Y lo que desea con mayor insistencia es que lo imitemos como a nuestro modelo.
Jesús nos dice: Sean perfectos como su Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). Y su Apóstol: Sean, pues, imitadores de Dios (Ef. 5, 1)
Por eso entreguémonos a él con ardiente deseo de imitarlo en su santidad, pureza, caridad, misericordia, paciencia, vigilancia, mansedumbre y demás perfecciones. Y roguémosle que imprima en nuestro ser la más perfecta imagen y semejanza de su santidad, de su vida y de sus virtudes divinas.
(San Juan Eudes, O.C. II, 165-168)
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