Celebramos la Ascensión del Señor: reflexionemos en torno a la Palabra de Dios y la meditación que hacen dos santos de la Iglesia.
Una mirada desde los evangelios, san Agustín y san Juan Eudes.
Al hablar de la Ascensión del Señor, es necesario acercarse a los pasajes evangélicos que ofrecen distintas lecturas sobre la Solemnidad: “Después de hablarles, el Señor Jesús fue levantado al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos salieron a anunciar el mensaje por todas partes; y el Señor les ayudaba y confirmaba el mensaje acompañándolos con señales milagrosas” (Mc 16,19-20). En el relato que ofrece san Mateo señala también que Jesús conforta a los apóstoles “todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20) y Lucas señala que ellos, “luego de adorarlo, volvieron a Jerusalén muy contentos. Y estaban siempre en el templo alabando a Dios” (Lc 24,52-53).
Estos relatos presentes en los evangelios sinópticos –cada uno con sus matices- ofrecen al lector la imagen de un Jesús que no se va para siempre. Esto permite descubrir que una de sus ocupaciones es estar con sus apóstoles, a quienes invita a la misión. La primera comunidad cristiana sintió la necesidad de comunicar aquella buena noticia que se les había transmitido: “les he enseñado la misma tradición que yo recibí” recuerda el apóstol Pablo (1Co 15, 3), al contar la experiencia del primer anuncio. Igualmente el envío de su Espíritu, confirmará la presencia de Jesús en medio del caminar de las comunidades.
Citar aquí todas las lecturas que de esta Solemnidad se han realizado a lo largo de la historia, es sobredimensionar la perspectiva de este escrito. Simplemente se presentará la reflexión de dos grandes santos de la Iglesia: san Agustín, padre de la Iglesia, y por supuesto, nuestro padre fundador san Juan Eudes.
Nuestro Señor ascendió al Cielo: que nuestro corazón ascienda con Él
Un sermón de san Agustín sobre la Ascensión del Señor (Mai 98,1-2) nos ofrece una perspectiva concreta de lo que significa esta Solemnidad. Considera que la ascensión del Señor no es un alejamiento suyo del mundo, sino por el contrario una cercanía con nosotros: “así como el Señor ascendió sin alejarse de nosotros, nosotros estamos ya allí con él, aun cuando no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que nos ha sido prometido”.
El padre de la Iglesia se reafirma en la necesidad de no entender la ascensión como ausentarse: “No se alejó del cielo, cuando descendió hasta nosotros, ni de nosotros, cuando regresó hasta él. Él mismo es quien asegura que estaba allí mientras estaba aquí: “nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo”. Sostiene finalmente Agustín que él continúa padeciendo en la tierra todos los trabajos que nosotros experimentamos. Por tanto, su ocupación es estar con sus seguidores, padecer con sus seguidores e invitarlos a participar de su vida divina.
La ocupación de Jesús es amar a su Padre por nosotros
San Juan Eudes sostiene en una de sus obras fundamentales como es Vida y Reino de Jesús en las almas cristianas (Parte Quinta, 8. Otras elevaciones para el domingo), al hacer referencia a la vida gloriosa de Jesús en el cielo después de la ascensión, que Él goza en el cielo, en el regazo y la gloria de su Padre. Esta es una vida inmortal de Jesús, una vida libre de las miserias y necesidades de la tierra, una vida totalmente escondida y centrada en Dios: “en ella Jesús no tiene otra ocupación que amar a su Padre, amarnos para su Padre, amar, bendecir y glorificar a su Padre por nosotros, ofrecernos a Él e interceder ante Él por nosotros”. Igualmente sostiene que es el Padre quien lo ha establecido en esta vida.
Esta manera de bendecir y glorificar a su Padre por nosotros lo lleva a exclamar: “De manera, Jesús mío, que estoy viviendo contigo en el cielo; allí tengo parte en el amor, la gloria y las alabanzas que das a tu Padre, por ti mismo y mediante tus ángeles y santos. Y si estoy en tu gracia puedo decir que amo, alabo y glorifico sin cesar en ti y contigo a mi Padre y Padre tuyo, con el mismo amor, alabanza y gloria con que tú lo glorificas y lo amas”.
Y al contemplar esta alabanza que desde ahora le damos a nuestro Padre, afirma: “¡Salvador mío, que yo viva en la tierra de manera acorde con la vida que tengo en ti y con tus santos en el cielo! Que me ocupe continuamente aquí en la tierra en el ejercicio de amarte y de alabarte. Que empiece en este mundo mi paraíso, haciendo consistir mi felicidad en bendecirte y amarte, en cumplir tus voluntades y en realizar valientemente la obra de gracia que deseas cumplir en mí. Así cuando esa obra esté plenamente cumplida, me llevarás contigo al reino de tu amor eterno para allí amarte y glorificarte en forma perfecta y eterna”.
Conclusión: Después de la ascensión, Jesús ama y glorifica a su Padre por nosotros.
Tanto los relatos evangélicos, como san Agustín y san Juan Eudes, reconocen que la Ascensión implica también a todos los seguidores de Jesús: debe invitar a la comunidad cristiana a comunicarlo con celo encendido; debe invitar a la comunidad a considerar que Jesús, después de la Ascensión, sigue presente en medio de ella a través de su Espíritu Santo; debe invitar a la comunidad a configurar en su vida diaria el deseo de amar y glorificar a Dios, es decir, buscar la santificación a través de las acciones ordinarias.
Que este mismo Espíritu que inspiró a nuestro fundador para afirmar que Jesús “continua viviendo y reinando en nuestro corazón”, nos comprometa a descubrir en nuestra vida diaria la presencia divina para que se convierta en una alabanza perpetura para nuestro Dios.
H. Flórez.
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