lunes, 4 de abril de 2016

Peregrinación Eudista del Corazón: Abril


Seguimos avanzando en la Peregrinación del Corazón. Durante este mes iremos de la mano del Corazón de María.

Objetivo: Avanzar en el proceso de conversión personal.

Dinamismo: Pascua.

Tema: De la mano del Corazón de María.

Ave Cor: Corazón puro.

Obra de misericordia: Sufrir con paciencia los defectos de los demás.

Liturgia: Jesús Buen Pastor – Eudistas en salida al encuentro del prójimo.

PALABRA DE DIOS

Lectura del santo evangelio según san Lucas (Lc 7, 36-50) - Perdonar mucho, amar mucho

En aquel tiempo un fariseo le rogó a Jesús que comiera con él, y, entrando Jesús en la casa del fariseo, se puso a la mesa. Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro de perfume, y poniéndose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar, y con sus lágrimas le mojaba los pies y con los cabellos de su cabeza se los secaba; besaba sus pies y los ungía con el perfume. Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía para sí: Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora.

Jesús le respondió: Simón, tengo algo que decirte. Él dijo: Di, maestro. Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más? Respondió Simón: Supongo que aquel a quien perdonó más. Él le dijo: Has juzgado bien, y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos. No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra.

Y le dijo a ella: Tus pecados quedan perdonados. Los comensales empezaron a decirse para sí: ¿Quién es éste que hasta perdona los pecados? Pero Él dijo a la mujer: Tu fe te ha salvado. Vete en paz.

Palabra del Señor

ESPIRITUALIDAD EUDISTA

LA FE (puerta para la misericordia)

El primer fundamento de la vida cristiana es la fe. Porque el que se acerca a Dios, ante todo debe creer (Hb. 11, 6); sin la fe es imposible agradar a Dios (Hb. 11, 6). La fe es la firme seguridad de los bienes que se esperan, la plena convicción de las realidades invisibles (Hb. 11, 1). La fe es la piedra fundamental de la casa y del reino de Jesucristo. Es luz celestial y divina, participación de la luz eterna e inaccesible, destello de la faz de Dios. O, para hablar conforme a la Escritura, es como una divina impronta por la que la luz del rostro de Dios se imprime en nuestras almas (Sal. 4, 7).

La fe es como una comunicación y extensión de la luz y ciencia divinas infundida en el alma de Jesús en el momento de su Encarnación. Es la ciencia de la salvación, la ciencia de los santos, la ciencia que Jesucristo sacó del seno del Padre y trajo a la tierra para disipar nuestras tinieblas e iluminar nuestros corazones. Él nos da los conocimientos necesarios para servir y amar perfectamente a Dios y somete nuestros espíritus a las verdades que nos ha enseñado, y nos sigue enseñando por sí mismo y por medio de su Iglesia.

Por la fe expresamos, continuamos y completamos en nosotros la sumisión amorosa y perfecta, la docilidad y el sometimiento voluntario y sin oscuridad que su espíritu humano tuvo en relación a las luces que su Padre eterno le comunicó y a las verdades que le enseñó. Esa luz y ciencia divinas nos dan el conocimiento perfecto, en cuanto compatible con las limitaciones de esta vida, de cuanto hay en Dios y fuera de él. La razón y la ciencia humanas a menudo nos engañan; sus luces son débiles y limitadas para penetrar lo infinito e incomprensible de Dios. Además se hallan entenebrecidas por el pecado y no perciben claramente ni siquiera las cosas externas a Dios. En cambio, la luz de la fe, participación de la verdad y de la luz de Dios, no puede engañarnos porque nos hace ver las cosas tal como están en su verdad y ante sus ojos.

De manera que si miramos a Dios con los ojos de la fe lo veremos en su verdad, tal cual es, y, en cierta manera, cara a cara. Pues aunque la fe vaya unida a la oscuridad y no nos permita ver a Dios con la claridad con que se le ve en el cielo, sino como a través de una nube, sin embargo no rebaja su grandeza a nivel de nuestros espíritus, como lo hace la ciencia, sino que penetra a través de sus sombras hasta la infinitud de las perfecciones divinas y nos hace conocer a Dios tal cual es, infinito en su ser y en sus perfecciones.

La fe nos hace conocer que cuanto hay en Dios y en Jesucristo, Hombre-Dios, es infinitamente grande y admirable, adorable y digno de amor. Nos hace palpar la veracidad y la fidelidad de las palabras y promesas de Dios que es toda bondad, dulzura y amor para los que le buscan y confían en él. Y de igual manera es riguroso con los que le abandonan porque es horrendo caer en manos de su justicia.

La fe nos atestigua que la providencia de Dios conduce los acontecimientos del mundo con santidad y sabiduría y que por lo mismo merece toda adoración y amor en lo que dispone, por misericordia o por justicia, en el cielo, en la tierra y en el infierno. Si miramos la Iglesia de Dios a la luz de la fe y pensamos que Jesucristo es su Cabeza y que el Espíritu Santo la guía, veremos que es imposible que pueda alejarse de la verdad ni extraviarse en la mentira (...).

Y si, con mirada de fe, nos examinamos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea, descubriremos que por nuestras propias fuerzas no somos sino pecado y abominación y que las cosas del mundo son humo, vanidad e ilusión. Por eso debemos mirarlo todo, no en la vanidad de nuestros sentidos, ni con los ojos de la carne y de la sangre, ni con la vista miope y engañosa de la razón humana, sino en la verdad de Dios y con los ojos de Jesucristo.

La fe debe guiar todas nuestras acciones

Así como debemos mirar todas las cosas a la luz de la fe, si queremos conocerlas de verdad, también
debemos realizar nuestras acciones guiados por esa luz, para actuar santamente. Porque así corno Dios se conduce por su sabiduría divina, los ángeles por su inteligencia angélica, los hombres sin fe por la razón, los mundanos por sus máximas, los voluptuosos por sus sentidos, así los cristianos se conducen por la misma luz que guía a Cristo, su Cabeza, es decir, por la fe, que es participación de la ciencia y luz de Jesucristo.

Esforcémonos, pues, por adquirir, por todos los medios, la ciencia divina para guiarnos únicamente por ella. Con este fin, al comenzar nuestras acciones, sobre todo las más importantes, postrémonos ante el Hijo de Dios, adorémoslo como al que inicia y perfecciona nuestra fe y como a la luz verdadera que ilumina a todo hombre.

Por nuestra naturaleza somos tinieblas: las luces de la razón, de la ciencia y de la experiencia son, a menudo, sombras e ilusiones. Por eso debemos renunciar a la sabiduría mundana y rogar a Jesús que la destruya en nosotros. Que nos ilumine con su luz celestial, nos guíe con su sabiduría para conocer su voluntad, y nos fortalezca para adherirnos a sus palabras y promesas. Así cerraremos los oídos a todas las consideraciones humanas y preferiremos con valentía las verdades de la fe, que conocemos por su Evangelio y por su Iglesia, a los discursos mundanos de los hombres.

TESTIMONIO EUDISTA

SANTA JUANA (MARÍA DE LA CRUZ) JUGAN (1792-1879)

Nació en Cancale (Bretaña, Francia), el 25 de octubre de 1792, en plena tormenta revolucionaria. Fue
la sexta de una familia de ocho hijos. Su padre, pescador, como la mayoría de los hombres de su región, desapareció en el mar cuatro años más tarde. Su madre se quedó sola para mantener y educar a sus cuatro hijos (otros cuatro habían fallecido de pequeños).

De su madre y de su tierra natal Juana heredó una fe viva y profunda, un carácter firme, una fuerza de alma que ninguna dificultad podía hacer titubear. Como consecuencia del clima político y de las dificultades económicas, Juana no pudo ir a la escuela. Aprendió a leer y a escribir gracias a las terciarias eudistas, muy extendidas en la región, que le enseñaron el catecismo. Siendo aún niña, rezaba el rosario mientras guardaba el ganado en los altos acantilados que dominan la bahía de Cancale, en un marco de belleza que eleva y engrandece el alma. De vuelta a su casa, ayudaba a su madre en las tareas domésticas. A los 15 años, se iba a trabajar a cinco kilómetros de Cancale a una casa señorial; junto con la propietaria salía al encuentro de los más necesitados. Al ser ella misma pobre, percibía la humillación que sentían los pobres a los que "asistía".

Juana tuvo la certeza de que Dios la llamaba a su servicio. Por eso dejó sin esperanza a un joven marinero que la pidió en matrimonio y al que dijo: “Dios me quiere para él. Me reserva para una obra desconocida, para una obra que aún no está fundada". Trabajó durante seis años de ayudante-enfermera, e ingresó en la Tercera Orden del Corazón de la Madre Admirable (eudista), donde descubrió el cristianismo del corazón: “No tener más que una vida, un corazón, un alma, una voluntad con Jesús". Hizo la experiencia de una vida a la vez activa y contemplativa, centrada en Jesús. Desde entonces, sólo tenía un deseo: “Ser humilde como lo fue Jesús". Por motivos de salud, dejó el hospital y fue acogida por una amiga terciaria, la señorita Lecoq, a la que sirvió durante doce años, hasta su muerte en 1835.

Una tarde de invierno de 1839, Juana encontró a una pobre anciana, ciega y enferma, que acababa de quedarse sola. Conmovida, sin dudar un segundo, la tomó en sus brazos, le dio su cama y ella se instaló en el desván. Esta fue la chispa inicial de un gran fuego de caridad. A partir de entonces, nada la detuvo. En 1841 alquiló un local en el que acogió a doce ancianas. Varias jóvenes se unieron a ella. En 1842, adquirió —sin dinero— un antiguo convento en ruinas, donde muy pronto albergaría a cuarenta ancianos. Para poder hacer frente al problema económico y animada por un Hermano de san Juan de Dios, salió a la calle con un cesto en el brazo, se hizo mendiga para los pobres y fundó su obra confiando en la Providencia de Dios. En 1845, recibió el premio "Montyon", que la Academia Francesa otorgaba como recompensa al "francés pobre que haya hecho durante el año la acción más virtuosa". Siguieron las fundaciones de Rennes y Dinan en 1846, la de Tours en 1847, la de Angers en 1850, por mencionar sólo aquellas en las que Juana participó, ya que pronto la congregación se extendió por Europa, América y África y, poco después de su muerte, por Asia y Oceanía.
En 1843, cuando Juana volvió a ser elegida superiora, el padre Le Pailleur, consejero desde los comienzos de la obra, inesperadamente y con su sola autoridad anuló la elección y nombró a Marie Jamet (21 años) en su lugar. Juana vio en ello la voluntad de Dios y se sometió. Desde ese momento y hasta 1852, sostuvo su obra por medio de colectas, yendo de casa en casa, animando con su ejemplo a las jóvenes hermanas sin experiencia, y obteniendo las autorizaciones oficiales necesarias para el desarrollo del instituto.

En 1852, el obispo de Rennes reconoció oficialmente la congregación y nombró al padre Le Pailleur superior general de la misma. Su primer acto fue llamar definitivamente a Juana Jugan a la casa madre, donde vivió retirada los últimos veintisiete años de su vida. ¡Misterio de ocultamiento! Durante todo ese tiempo, las jóvenes hermanas ni siquiera sabían que ella era la fundadora. Pero Juana, viviendo entre las novicias y postulantes, cada vez más numerosas a causa de la extensión de la obra, transmitía con su serenidad, su sabiduría y sus consejos el carisma de la congregación que ella había recibido del Señor.

Murió el 29 de agosto de 1879, después de haber pronunciado estas últimas palabras: “Padre eterno, abrid vuestras puertas, hoy, a la más miserable de vuestras hijas, pero que tiene un deseo tan grande de veros... ¡Oh María, mi buena Madre, ven a mí! Tú sabes que te amo y cuánto deseo verte".

La congregación contaba entonces con 2400 religiosas y 177 casas repartidas en tres continentes. "Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto".

Fue beatificada por san Juan Pablo II el 3 de octubre de 1982.






No hay comentarios:

Publicar un comentario