lunes, 2 de mayo de 2016

Homilía exequias del P. José Domingo Ruiz, cjm

Mons. César Alcides Balbín Tamayo, obispo de Caldas (Col), presidió las exequias del P. José Domingo Ruiz Velásquez, eudista, en la parroquia san Miguel Arcángel de Medellín, el día viernes 15 de abril de 2016. Mons. Balbín, fue discípulo del P. Ruiz en el Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino de Santa Rosa de Osos y luego estuvieron juntos en el equipo de formación del mismo seminario en el período 1996-1999.

Acompañaron las exequias del P. Ruiz, el obispo de santa Rosa de Osos, Mons. Jorge Alberto Ossa Soto, con un nutrido grupo de sacerdotes diocesanos, el equipo de formación y los candidatos del Seminario Mayor; sacerdotes de otras diócesis, muchos eudistas, familiares y amigos en testimonio de gratitud y aprecio por querido P. José Domingo Ruiz.

Homilía de Mons. César Balbín

“Ahí tenéis a un israelita de verdad en quién no hay engaño” (Jn 1, 47)

Muy apreciados hermanos obispos y sacerdotes, muy respetada familia del Padre José Domingo.

Este versículo del primer capítulo del evangelio de Juan, en el marco del llamado de los primeros discípulos, siempre me ha atraído la atención y hoy aquí, para nosotros cobra todo su sentido. La despedida de un ser querido, que parte a la casa del Padre, es una experiencia que no nos deja indiferentes, sino que nos trae profundas enseñanzas, porque de alguna manera es aprender a través de acontecimientos vividos por otros. Es acercarnos a la dura, pero liberadora realidad del viaje último y definitivo.

Pero siempre es la fe la que ilumina y clarifica aquel horizonte que para la mayoría de los portales se presenta lleno de incógnitas y que la humana razón no puede despejar por sí sola. Ese regalo-don maravilloso de la fe, viene siempre acompañado de la esperanza. Sin ésta, la vida del cristiano ciertamente sería una quimera, lo mismo que la eternidad y la salvación. Pero el cristiano, con los pies en la tierra y con la mente en las cosas de allá, dónde está Cristo, nuestro Salvador, tiene la tarea de construir aquí lo que espera encontrar allá, siguiendo el pensamiento del santo de Hipona en la Ciudad de Dios. Construir la vida sobre Cristo, la roca (cf. Lc 6, 48).

En las palabras del apóstol Pablo, la existencia es una competencia que hay que afrontar y para la cual hay que prepararse constantemente: “¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo gana el premio? Corran, entonces, de manera que lo ganen. Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una que no se marchita. Así, yo corro, pero no sin saber adónde; peleo, no como el que da golpes en el aire. Al contrario, castigo mi cuerpo y lo tengo sometido, no sea que, después de haber predicado a los demás, yo mismo quede descalificado”. (1Cor 9, 24-27). La existencia es también un combate, una lucha, tal como lo hemos escuchado en la primera lectura: “Afronte dignamente el combate, llegué a la meta, me he mantenido fiel hasta el presente” (2 Tim 4,7).

Sabemos entonces que la muerte es el momento culmen, en el que se recogen, con mucha expectativa, los frutos, como quien recoge la cosecha, que con esfuerzo ha sembrado y ha cuidado; o como quien enrolla su vida, como una tienda de campaña, y emprende un viaje sin retorno. Es por eso por lo que, actuando como personas sensatas, orientamos y dirigimos nuestra existencia hacia la meta, la meta verdadera, la que no nos deja indiferentes. La muerte es entonces el cambio de este soplo de vida, de este hálito, por la vida en plenitud.

Recogiendo la Palabra de Dios, de esta Eucaristía de acción de gracias por la vida y el ministerio del padre José Domingo, lo recordamos como el siervo fiel y solícito, que el mismo Señor describe en el evangelio, (cf. Mt 24,45ss), el que hoy vive a plenitud el premio prometido en las bienaventuranzas: el cielo, la vida eterna, la alegría sin fin.

Ahora, la partida de un sacerdote añade a esta experiencia de vida, elementos nuevos, y por ello por la forma como una persona opta por gastar su vida, día a día, en el servicio al altar y a los hermanos. Porque quien haya dejado todo por seguir al Señor, asegura para así la vida eterna (cf. Mc 10, 30) y quién la gana para los demás la gana también para sí mismo.

La vida del Padre José Domingo fue entrega, laboriosidad sin descanso, servicio constante a los demás, sencillez, oración y estudio. De su 60 años de ministerio sacerdotal en la formación de los futuros sacerdotes, con eudista de convicción y de corazón, 31 de ellos los pasó en el Seminario Diocesano Santo Tomás de Aquino de Santa Rosa de Osos, y he aquí que en gran número nos congregamos, los que fuimos sus alumnos y dedicados a las más diferentes actividades, para decirle al Señor gracias por una vida tan meritoria compartida con todos nosotros. Fueron centenares de jóvenes los que formó en el seminario menor de la Diócesis, y hoy lo recuerda con perenne gratitud. También fueron muchas las parroquias en las que prestó sus servicios pastorales especialmente en los tiempos fuertes.

Todavía conservamos vivo el recuerdo de sacerdote tranquilo, un poco tímido, un poco retraído, sin pretensiones humanas, de una existencia simple, vivida en la sencillez, estudioso, de convicciones firmes, trabajador incansable, respetuosísimo de la autoridad, maestro de vida intelectual y espiritual. Confesor incansable.

Tenía un sentido profundo del aprovechamiento del tiempo y de la responsabilidad, por lo que podemos afirmar que nunca supo lo que era perder un minuto, pues nunca le vimos ocioso: siempre trabajando, siempre haciendo cosas, siempre ocupado, no sólo en labores materiales, las que realizaba con verdadero esmero, sino también estudiando, preparando clase, enseñando, pero lejos del activismo que opaca el espíritu. En un mundo donde la eficiencia y los resultados son lo que marcan y cuentan, donde la productividad es la filosofía, encontrar personas que están a otro nivel, es verdaderamente reconfortante. Y uno de esos fue el padre José Domingo.

Las palabras de Jesús, cuando vio a Natanael, debajo de la higuera describen de manera precisa la figura y la personalidad del padre José Domingo. Decía que estas palabras siempre me han llamado la atención, y más venidas del Señor. Mostrar a alguien digno de ser imitado, siendo Él “el camino la
verdad y la vida” (Jn 14,6), es tener la seguridad de que es testimonio y de que su vida no ha sido vivida en vano. Es verdad que sólo Dios es perfecto y la humana condición no deja de ser débil, frágil y limitada, pero es aquí donde también adquiere sentido el esfuerzo constante por agradar al Señor, asumiendo con alegría su voluntad, viviendo plenamente la gracia con la que siempre nos provee: “Te basta mi gracia ya que la fuerza se manifiesta en la debilidad” (2 Cor 12,9).

Sus últimos días vividos, como fue toda su existencia, en calma, esperando lo que el hombre tiene como más seguro, con la tranquilidad que dan los años y la experiencia, son también un colofón de lo que fue toda su existencia.

En la semblanza que el Superior Provincial hace de él, se lee: “El padre José Domingo deja entre todos, el testimonio de un fiel servidor, hombre de oración y devoción profunda a la Virgen María; dedicó su largo y fecundo ministerio a la formación de los sacerdotes con profundo amor a la Iglesia y a la Congregación. Con generosidad y admiración realizó los más humildes trabajos en la huerta, los jardines y las instalaciones de las casas y seminarios donde sirvió. Pedimos al señor que reciba le querido padre José Domingo como servidor tiene entre sus altos y elegidos en el cielo”.

A la Comunidad a la que perteneció y sirvió y a su familia, nuestra voz de condolencia, y al Señor nuestras rendidas gracias por habernos permitido compartir parte de nuestra existencia con un sacerdote íntegro y según el corazón de Jesús y de María. Así sea”.






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