martes, 11 de noviembre de 2014

Una vida carismática

El hombre que encuentra a Cristo y se compromete con Él recibe el Espíritu Santo y es movido por Éste a pensar, amar, sentir y comportarse como pensó, amó, sintió y vivió el mismo Señor Jesús. El Espíritu Santo transforma a los discípulos de Jesús, plasma en ellos el rostro del Maestro, de modo que se afirme: el cristiano es otro Cristo.

Lograr esa bendición y colaborar para que todos los creyentes vivan idéntica transformación y para que la Iglesia toda sea el Cuerpo de Jesús es el empeño de la vida espiritual.

Hacerse como Cristo no es el resultado del esfuerzo humano. Nuestra condición de pecadores nos dificulta actuar como actuó el único Santo de Dios, Jesús, quien pasó la vida haciendo el bien, y a quien no pudieron reprochar nada ni convencer de pecado.

Para que un hombre, que es polvo y ceniza, y para que la Iglesia, que es comunidad de pecadores, se transformen en el Cuerpo de Jesús, se requiere la acción poderosa del Espíritu Santo.

Esa acción es gratuita. Es un don, pues ni los individuos en particular ni la Iglesia como colectividad la pueden pagar. Todo el dinero del mundo sería insuficiente para atraernos las bendiciones divinas. Por eso decimos que el actuar del Espíritu Santo es carismático, y que el Espíritu mismo es un Carisma. Esta palabra significa don, regalo, obsequio, presente, gracia. En la vida todo es un regalo de Dios, todo es gracia, todo es carisma.

Una actitud carismática

Con frecuencia nos comportamos como si los resultados que anhelamos dependiesen sólo de nuestro esfuerzo, tanto en el plano material como en el espiritual. Calculamos la inversión y los resultados y olvidamos la presencia activa de Dios. Solemos instalarnos en un pelagianismo práctico. Con esta expresión aludimos a la doctrina de un monje que vivió entre los siglos IV y V, quien minimizaba el pecado y la gracia, y enseñaba que la salvación dependía del empeño de cada uno.

Los católicos pensamos que la persona humana debe esforzarse en cuanto realiza, pero que en su querer y en su actuar requiere la colaboración de Dios, pues sin Él nada podemos hacer. Esa asistencia divina es carismática, es decir, gratuita, espontánea, abundante y necesaria.

La vida carismática de cada persona se origina en reconocer que Dios nos bendice con toda clase de dones, desde antes de crear el mundo (Ef. 1, 3-5). Esa vida empezó a manifestarse cuando fuimos engendrados y cuando nacimos; luego tuvo un acento especial con los sacramentos de la iniciación cristiana, actualizados en nuestro Pentecostés personal.

Desde esos momentos hay una presencia del Espíritu de Dios en nosotros. Él es el Carisma máximo que podemos recibir. Es Dios mismo que se hace don. Es el regalo que el Padre celestial da a quienes lo piden. Es el aliento que Jesús resucitado exhala sobre su Iglesia. Es el amor que se derrama sobre los corazones.

Una vida carismática es una existencia impregnada y ungida por el Espíritu Paráclito, quien la mueve y la orienta hacia el corazón del Padre.

Carismas incontables

El Espíritu Santo es un carisma rico en carismas, “Don en sus dones espléndido”. La lista de sus regalos es interminable. Algunos son fundamentales para la vida espiritual: como la filiación divina, otorgada a todos para que seamos hijos de Dios, la salvación en Jesús, la Iglesia que congrega a los creyentes, la vida nueva y eterna que se nos promete. Esas son gracias ofrecidas a todos, que nos hermanan en el amor del mismo Padre.

Existen también infinitas bendiciones para cada uno en particular, desde la vocación individual para que nos realicemos en el mundo como personas y como cristianos y que se expresa en las cualidades físicas, intelectuales y morales que nos caracterizan, y los talentos y aptitudes que nos facilitan caminar hacia la Patria.

Entre esos carismas, algunos son sencillos y comunes. Abundan en el Pueblo de Dios, se manifiestan diariamente, de modo que corren el riesgo de pasar desapercibidos. Son capacidades naturales, talentos ordinarios, posibilidades de usar la mente, la memoria, la imaginación; facilidades de expresión vocal y corporal; aptitudes artísticas; prácticas pedagógicas y deportivas; sensibilidad para el servicio de niños, ancianos, enfermos; dotes de liderazgo o consejería, habilidades de toda índole…

Esos dones o talentos, como se les llama aludiendo a una célebre parábola del Evangelio, son carismas en la medida en que se reconoce su origen divino y en que se ponen al servicio de la comunidad, pues Dios enriquece a los hombres para que ellos sirvan a sus hermanos.

También puede haber carismas extraordinarios. Sea en el orden natural, como el que tienen los superdotados, los genios, los grandes líderes sociales; y en el orden sobrenatural, que pueden ser el carisma de sanación, el de profecía o las palabras de sabiduría o conocimiento. Pero aun en estos puede haber diferencia en las manifestaciones. Hay profetas mayores y profetas menores.

Escrito por RCCradio


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