El 13 de noviembre, la Gran Familia Eudista celebra la Fiesta del Divino Sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo, establecida por iniciativa de san Juan Eudes en 1649, publicada en 1652 y aprobada en este mismo año por el obispo de Coutances, monseñor Auvry.
La formación sacerdotal, en efecto, fue una de las grandes preocupaciones de san Juan Eudes. Varios de sus escritos, así como la asociación del sacerdocio con la Santísima Trinidad y la actuación del mismo en nombre de Jesucristo, fueron publicados en el folleto del año 2015 por la Unidad de Espiritualidad Eudista.
Este año 2016 los invitamos a reflexionar sobre el sacerdote como predicador de la Palabra de Dios y como pastor según el Corazón de Dios.
Esperamos seguir contribuyendo en la difusión de nuestra espiritualidad del amor para que Jesús viva y reine en el corazón de cada bautizado.
“Quien dice: un tal sacerdote y un tal pastor, dice: un hombre llamado a la dignidad sacerdotal, no por la voluntad del hombre, ni por la voluntad de la carne y de la sangre… ni por el espíritu del mundo… sino por una verdadera y eficaz vocación de Dios” (O.C., LMVE, p. 29)
EL SACERDOTE: PREDICADOR DE LA PALABRA DE DIOS
Predicar es hacer hablar a Dios, el cual, después de dirigirse a los hombres por los profetas en el Antiguo Testamento, y por su Hijo en la nueva ley, quiere hablarnos también ahora por los miembros de su Hijo, para darnos a conocer su voluntad e incitarnos a cumplirla. Predicar es distribuir a los hijos de Dios el pan de la vida eterna, para mantener, fortalecer y perfeccionar en ellos la vida divina que recibieron del Padre celestial por el nuevo nacimiento del bautismo: Tú tienes palabras de vida eterna(Jn. 6, 69).
El origen de la predicación apostólica se halla en el seno de Dios, de donde salió el Verbo, la Palabra eterna y el primero de todos los predicadores, Jesucristo, nuestro Señor. De esa fuente trajo todas las verdades que vino a predicar a la tierra. El fin y objeto de esta función celestial es dar nacimiento y formar a Jesucristo en los corazones de los hombres, es hacerlo vivir v reinar en ellos; es disipar de los espíritus las tinieblas infernales e irradiar en ellos las luces celestiales; es combatir y aplastar el pecado en las almas y abrir en ellas la puerta a la gracia divina; es echar por tierra la tiranía de Satanás en el mundo y establecer el reino de Dios; es reconciliar a los hombres con Dios y hacerlos sus hijos.
Y porque este oficio es tan importante y santo, los sacerdotes deben desempeñarlo con santas disposiciones. Los predicadores, asociados en esta función a los Apóstoles y a los más grandes santos, deben seguir sus pasos e imitar su vida. Como heraldos de Dios, embajadores de Jesucristo, dispensadores de sus misterios, oráculos del Espíritu Santo, deben revestir las virtudes del Hijo de Dios y dejarse poseer y animar por el amor, el celo y la fuerza de su divino Espíritu.
Los sacerdotes deben meditar y practicar cuidadosamente la palabra de san Pablo: Como enviados de Dios y delante de él les hablamos en Cristo(Cf. 2Co 2, 17.) Como enviados de Dios, los sacerdotes deben predicar no los pensamientos e invenciones de su espíritu, sino sacar de Dios, por la lectura de las Sagradas Escrituras y por la oración, lo que deben anunciar a los hombres. Delante de Dios, porque no deben buscar ni pretender otra cosa que la gloria de Dios y la salvación de las almas. Hablamos en Cristo, es decir, que los sacerdotes deben renunciarse a sí mismos para entregarse a Jesucristo, para hablar en Él, predicar en su espíritu y proclamar la verdad con las disposiciones e intenciones con que él predicó en la tierra a través de sus labios.
(San Juan Eudes, El predicador apostólico2: O.C. IV, 12-16.)
EL SACERDOTE: PASTOR SEGÚN EL CORAZÓN DE DIOS
¿Qué es un pastor según el corazón de Dios? Es un verdadero padre del pueblo de Dios, con un corazón rebosante de amor paternal para sus hijos. Ese amor lo impulsa a trabajar incansablemente para alimentarlos con el pan de la palabra y de los sacramentos, para que se revistan de Jesucristo y de su santo Espíritu, para enriquecerlos de todos los bienes posibles en lo que mira a su salvación y
eternidad.
eternidad.
Es un evangelista y un apóstol, cuya principal ocupación es anunciar incesantemente, en público y en privado, con el ejemplo y la palabra, el Evangelio de Jesucristo, continuando en la tierra las funciones, la vida y las virtudes de los Apóstoles.
Es el esposo sagrado de la Iglesia de Jesucristo, tan encendido de amor por ella que todo su anhelo es embellecerla, adornarla, enriquecerla y hacerla digna del amor eterno del Esposo celestial e inmortal.
Es una antorcha que arde y brilla, colocada en el candelabro de la Iglesia. Ardiente ante Dios y brillante ante los hombres; ardiente por su amor a Dios y brillante por su amor al prójimo; ardiente por su perfección interior, brillante por la santidad de su vida; ardiente por el fervor de su intercesión continúa ante Dios en favor de su pueblo, brillante por la predicación de la divina palabra.
Un buen pastor es un salvador y un Jesucristo en la tierra. Ocupa el puesto de Jesús, representa su persona, está revestido de su autoridad, obra en su nombre, continúa su obra de redención del mundo. A imitación de Jesús, emplea su espíritu, su corazón, sus afectos, sus fuerzas, su tiempo, sus bienes y, si es necesario, entrega su sangre y su vida para procurar, de todas las formas, la salvación de las almas que Dios le ha confiado.
Un buen pastor es la imagen viva de Jesucristo en este mundo. De Cristo vigilante, orante, predicador, catequista, trabajador, del que peregrinaba de ciudad en ciudad y de aldea en aldea. Es la imagen de Cristo que sufre, agoniza y muere en sacrificio por la salvación de todos los hombres creados a su imagen y semejanza.
(San Juan Eudes, Memorial de la vida eclesiástica1: O.C. III, 24-31...)
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