Una de las características más llamativas de la espiritualidad de san Juan Eudes ha sido su concepto de la nada del hombre. Pero no hay que ir muy lejos para justificar y explicar una concepción tan negativa a los ojos actuales; bastaría con contemplar la compleja circunstancia de aquel siglo XVII que, a pesar de su declarado optimismo humanista, subrayaba también las más duras e implacables aristas de la condición humana.
Se andaba entonces muy lejos ya de aquel maravilloso re-descubrimiento del mundo antiguo y de sus gracias, que había caracterizado al primer Renacimiento. Europa, herida, golpeada y traumatizada, apenas si acababa de salir de la Guerra de los cien años y de las salvajes contiendas religiosas en las que, bajo el manto de la fe, se habían manifestado las dimensiones menos comprensibles del hombre.
Era la época en que Callot publicaba aquella serie de impresionantes grabados intitulados «Las miserias de la guerra». Época también en la que, desde América, seguían llegando noticias de los crímenes que los conquistadores franceses, ingleses, españoles y portugueses cometían contra los indígenas. Por ello, no es de sorprender el profundo pesimismo que impregnaba el pensamiento de la época, tanto de los pensadores como del pueblo: ese hombre que, en principio, se veía tan capaz incluso de las mayores virtudes, en la práctica se mostraba muy alejado del ideal y de los principios.
La teología y la espiritualidad no escapaban a este común sentir, porque las ejecutorias del hombre no daban pie para una antropología teológica demasiado optimista: una cosa era la teoría y otra los hechos. De allí que fueran tomando fuerza, de nuevo, las posiciones más radicales de Agustín de Hipona, expresadas por corrientes de opinión tan poderosas como el jansenismo. Hasta Bérulle afirmaba que se debe considerar siempre el ser humano como fallo e imperfecto: con sus crímenes e infidelidad. Adán -sostenían- nos ha privado a todos de la gracia; nacemos manchados con una marca de ignominia y como «hijos de la ira», vivimos condenados a la muerte y morimos merecedores de condenación eterna.
Es comprensible, entonces, que Juan Eudes, siguiendo con fidelidad las enseñanzas de su padre espiritual, Bérulle, tuviera y expresara tan clara conciencia de la debilidad humana; su tono se vuelve despiadado y sus expresiones, aceradas, cuando toca este tema. En Vida y Reino, por ejemplo, al referirse al pecado original se le acumulan tan duros epítetos que cortan el aliento: por ser hijos de Adán hemos «hipotecado» nuestra naturaleza al diablo y al mal, hemos nacido enemigos de Dios, somos objetos de la abominación del cielo y de la tierra, incapaces de hacer ningún bien y de evitar ningún mal por nosotros mismos; «porque el poder que Adán ha dejado en la naturaleza del hombre es sólo impotencia y creer que tenemos ese poder es mera ilusión y falsa opinión de nosotros mismos»[1].
Pero, ¿cómo entender que alguien tan lleno siempre de misericordia, tan sensible a la dolorosa
condición humana, expresara tan escasa confianza en la naturaleza del hombre? La razón es clara: también él había palpado, personalmente, una realidad que favorecía muy poco los altos conceptos sobre la virtud humana; su vida misionera lo había puesto en contacto permanente con todo tipo de miseria, rodeado como andaba casi siempre más por pecadores a los que había que devolver al buen camino, que por hombres buenos y virtuosos, al estilo de los que pudiera bosquejar un estudio teórico de las capacidades del hombre para ser santo. Parecía que, en la práctica, la naturaleza humana era totalmente incapaz de producir el menor acto positivo.
Esta experiencia hacía que Juan Eudes coincidiera -aunque sólo en este aspecto- con el deliberado agustinismo de los jansenistas. Por eso, no puede uno leer sin sentirse incómodo ciertas tajantes expresiones suyas que se mantienen sobre un peligroso filo de navaja entre las afirmaciones de Bayo y Jansenio, condenadas por la Iglesia, y las declaraciones más ortodoxas del concilio de Orange[2].
Sin embargo, si se profundiza más en la antropología del P. Eudes se descubre que esas expresiones, despojadas de adherencias que son mera cuestión de estilo, y aquilatadas en su alcance semántico, resultan sorprendentemente actuales. Hoy nos sobran prueban psicológicas y éticas de que somos materia mezclada: luz y sombra, divinidad y barro, impulsos de vida y compulsiones de muerte, libres como Dios pero inevitablemente condicionados por factores diversos. Por eso, fundamentar desde la simple razón la dignidad del hombre sigue siendo un tema difícil: hay demasiada distancia entre el hombre ideal y el hombre real que recorre nuestras calles y habita nuestras casas. ¿Cómo podemos demostrar que la persona humana y su dignidad tienen un valor absoluto cuando la experiencia cotidiana nos muestra únicamente hombres limitados y dependientes? ¿Cómo defender aquella capacidad natural del hombre para ser bueno, de que nos hablaba Rousseau entre otros, y que se convirtió en bandera de combate de la modernidad, cuando lo que vemos a diario es la violencia, la muerte, la crueldad, el odio? ¿Cómo hablar de un hombre naturalmente virtuoso ante el hedor y el humo de las chimeneas de los campos de concentración, ante la estúpida crueldad de Bosnia, Somalía, Chechenia o Irak, ante los asesinatos de niños en el Brasil o los genocidios permanentes en América Latina, ante los fanatismos de renacientes nacionalismos, ante la insensatez de nuestro proceder antiecológico, para sólo citar algunos ejemplos?
La pregunta, decía Heidegger, es la piedad del pensamiento. Y Metz transforma así la frase: «La pregunta a Dios es la piedad de la teología». Cualquiera que, en tiempos recientes, haya contemplado las imágenes que nos llegan de diversos países dan la razón a Metz. Parece que los humanos disponemos hoy de recursos suficientes para superar cualquier récord de barbarie alcanzado en el pasado. En este sentido, no es Dios quien necesita justificación. Preguntas como "¿dónde estaba Dios en Irak?" debe completarse con esta otra: "¿dónde estaba el ser humano en Irak?".
En síntesis, ni nuestro mundo es el mejor de los posibles como quería Leibniz, ni el hombre es ese natural dechado de virtudes que preconizaba Rousseau. Semejante optimismo metafísico choca abruptamente con una experiencia que tiende a generar, más bien, ese pesimismo radical que ha llegado hasta nuestros días de la mano de Nietszche, Sartre, los «nuevos filósofos», Cioran y el pensamiento débil de los postmodernos.
Quizás, en el horizonte de un humanismo inmanente, sea necesario renunciar a fundamentar racionalmente la dignidad humana y debamos contentarnos con presuponerla. Aunque sí cabe demostrar y reflexionar sobre las consecuencias que tiene para el individuo y para la sociedad aceptar ese presupuesto o renunciar a él... Los problemas personales relacionados con esta dificultad están, según parece, en auge permanente. El hombre actual es víctima de la angustia. Los grandes sistemas de ideas desaparecen. Y aunque existen muchos modos de comunicarse, la incomunicación y la soledad son quizás los sentimientos más difundidos entre la gente; el futuro atenaza la imaginación y la muerte obsesiona los espíritus; el suicidio también. Hoy mucha gente se considera menos que nada, vive irreconciliada consigo misma, con la autoestima en su mínima expresión. De ahí el auge impresionante de las enfermedades características de nuestro siglo: la depresión y el estrés. No sorprende que la novela y los grandes medios masivos reflejen una especie de estado de desesperación colectiva y de angustia existencial.
Y es que, efectivamente, cuando la pregunta sobre el porqué del mal desemboca en el callejón sin salida de lo no-explicado, es difícil sustraerse a la impresión de que lo no-explicado es en realidad inexplicable. Pero lo inexplicable conduce, a su vez, a la desoladora constatación de la ausencia de sentido y, por ende, a una lectura trágica de lo real, que renuncia, no ya a justificar a Dios como pretendía Leibniz, sino a encontrar alguna razón válida para «este mundo finito de tormento infinito». Y ahí termina, por ahora, la pesquisa filosófica en torno a la miseria humana y al problema del mal: «el mundo es un desastre cuya cima es el hombre... y el soberano bien es inaccesible... Somos los cautivos de un círculo sin salida, donde todos los caminos conducen al mismo infalible abismo»[3].
Sin embargo, la espiritualidad de san Juan Eudes no se quedó sumergida en ese pantano de pecados y crímenes humanos. Fue capaz de transcenderlo desde su conciencia clara de nuestra condición divina. Porque si lo contagiaba ciertamente el pesimismo de su época, se trató siempre de un pesimismo nutrido de una firme y arraigada esperanza, a partir de su convicción cimera de que Dios es ternura y misericordia, como iremos en entregas próximas de este mismo blog.
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[1] SAN JUAN EUDES, O.E., El Minuto de Dios, Bogotá, 1990, 2a. ed., p. 174,
[2] A modo de ejemplo: hay que hilar muy fino, teológicamente hablando, para precisar las diferencias entre aquel «sin la ayuda de la gracia, el libre albedrío sólo sirve para pecar», de Bayo, y el «Nadie tiene de sí más que pecado y mentira» del concilio de Orange. La diferencia entre ambas afirmaciones parece tan tenue que resulta difícil, por decir lo menos, determinar hacia qué lado debería caer el sentido de frases como ésta de Juan Eudes: «como hijos de Adán nacemos incapaces de todo bien» (O.E., p. 168). ¿Deberíamos deducir que aquí el agustinismo de Juan Eudes lo hizo bordear a veces el campo de la herejía?.... Encuentro especialmente útil para aclarar este problema el artículo de E. SCHILLEBEECKX, «La infalibilidad del magisterio», en Concilium 83 (1973), pp. 399-423.
[3] B. HENRY-LEVY, La barbarie con rostro humano, Caracas 1978, 73, 105, 119.
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